Una ruta comercial y de turismo se promueve en los ríos Morona y Marañón Es de madrugada y apenas se divisa el brillo del agua en el río Morona. Luego de ocho horas interminables sobre una carretera que las luces de los faros del bus muestran en la noche como un sendero apenas abierto, como un túnel en medio de una jungla gris, se llega a la orilla derecha del río. A un costado el arco de un puente colgante que como una sombra se levanta y se inclina hacia la otra orilla. Tenues luces recorren lentamente, son las linternas de viajeros que han emprendido el camino a pie hasta San José, un poblado de colonos que habita a cuatro kilómetros en la otra ribera. La bruma es densa y hace que las ropas por la transpiración se peguen al cuerpo. El aire se vuelve pesado inundado por una ligera llovizna que hace del suelo pedregoso una amenaza para el equilibrio. Igual sensación se tiene sobre las plataformas metálicas de la gabarra que fue usada por la Compañía Andrade Gutiérrez entre 1982 y 1987 como muelle de embarque y desembarque de la maquinaria utilizada para la construcción de la carretera Méndez Morona. Ahora, veinte años después, la corroída estructura todavía es empleada para pasar vehículos y carga de un lado a otro del río. Ricardo Peralta, el operador de la gabarra, es empleado del Municipio de Santiago (Tiwinza), cobra diez dólares por el paso de carros pesados y de buses de servicio interprovincial. Pero el jueves 29 de marzo tuvo día de descanso, el caudal del río ha bajado y el desnivel no permitirá el paso de buses. Peralta se lamenta por la falta de lluvias, la peor que recuerda en 31 años que lleva en la zona, mientras coloca carnadas en anzuelos y los arroja al río. En minutos recoge los hilos con lo que será su desayuno, bagres de casi dos libras que compartirá con su hermano Ernesto, el maquinista de la barcaza hospital “Tsunki nua”, Reina del agua, que permanece atracada en la otra orilla. Ernesto llegó a colonizar San José de Morona en 1975 y formó parte del personal de la construcción de la carretera con la compañía Andrade Gutiérrez. Tiene vivos en su memoria los recuerdos de cuando la empresa trajo por el río Morona los enormes tractores y el abastecimiento desde Brasil. “Este río es navegable, cuando llueve sube hasta cuatro metros y medio”, dice con una voz que se escucha clara y fuerte. Los Peralta también están orgullosos de lo que han alcanzado en Puerto Morona y en el poblado San José en donde habitan 600 familias de colonos, la mayoría agrupados en la Asociación de Agricultores Puerto Morona, Asapumas. Con la claridad del día, el movimiento en el pequeño muelle de Puerto Morona cobra actividad. Hay dos botes grandes atados en una playa de arena y otros dos inutilizados por la falta de agua en los que unos niños juegan con un perro que hace esfuerzos por vomitar una araña que se tragó de manera accidental buscando comida entre las hojas secas. La bruma ha desaparecido y en el horizonte es visible la cordillera de Sheime que se levanta sobre la espesa y abundante vegetación que ha recuperado con la luz la amplia gama de tonalidades del verde al marrón. Tres veces se escucha el ruido de los motores de las lanchas que los vecinos han aprendido a reconocer y saber quien llega en ellas. La última trae a Orlando Montúfar, un ex estudiante de la Marina que está convencido que un día se hará realidad el tratado de libre navegación para los ecuatorianos en el río Amazonas, que garantiza el acuerdo que suscribieron Ecuador y Perú, el 26 de octubre de 1998, luego de la guerra del Cenepa de 1995. En los primeros 45 minutos en lancha todo despierta la atención: la vegetación de las riberas, los saltos de los peces en el agua, el oleaje tenue que produce las aspas del motor fuera de borda. Un claro en la vegetación permite observar el puesto de control militar Remolinos, el último del lado ecuatoriano y dos kilómetros más adelante el hito 147, que la Fundación Ecomorona ha adoptado como sitio de integración binacional. Una pirámide de hormigón de 70 centímetros de alto y pintada con los colores de las banderas de los dos países está ubicada a un costado y en la línea divisoria de una cancha de fútbol, el deporte más difundido y practicado tanto en Ecuador como en Perú. En el hito, el grupo de viajeros está completo. El desayuno es pescado y verde que se comparte para fomentar la camaradería y se prepara la partida a una aventura por descubrir la ruta de comercio e integración por el río Morona hasta el Amazonas. Antes de partir, es adaptada a la canoa una cubierta de palos, hilos y plástico. Maximiliano Noboa, un viejo canoero de Puerto Morona sostendrá el timón de la embarcación a la que ha bautizado Zandokan. Para Noboa será la primera vez que haga el viaje por el río hasta el Marañón, como casi todos los demás. “Es difícil para un ecuatoriano ir al Amazonas; hoy lo vamos a hacer”, son las únicas palabras de aliento pronunciadas con temple de ex militar por Orlando Montúfar, a quien sus compañeros de la fundación Ecomorona le llaman capitán, comandante, y que él prefiere pensar que con la travesía por los ríos Morona y Marañón el destino le ha convertido en “almirante internacional”. Del otro lado de la frontera un nuevo claro en la espesura de la selva, es el destacamento militar peruano Vargas Guerra, Chapaja, y se lee en un cartel escrito con letras cursivas la leyenda: “Bienvenidos al paraíso, más lejos imposible”. Hay una consigna a bordo: no hacer fotografías, no bajarse del bote ni hacer cometarios mientras se permanece en las inmediaciones del destacamento peruano. Para sorpresa de todos, el comandante de esa unidad, Carlos Guerrón Paredes, se muestra muy cordial y amistoso. Alaba la tranquilidad y paz que reina en la zona y exterioriza su gusto de que el grupo de viajeros ecuatorianos pueda pasar por el lugar. “Les doy la bienvenida, están en su casa”, repite y se gana unos cuantos vivas y plausos. Eso hace que vuelva el militar, algo emocionado, a resaltar la historia y tradición del puesto de frontera Coronel Alfonso Ugarte, número 47 y repite sus gestos y palabras de bienvenida. A su disposición se suma la voluntad de garantizar la seguridad en la travesía y delega a cinco soldados peruanos como acompañantes. Uno de ellos, Antonio Paima, fue un gran apoyo en la navegación pues durante cinco años que lleva en el servicio militar ha recorrido en lancha por el río Morona y Marañón. Esa labor también la hacía en la Picota, su ciudad natal en el departamento de San Martín. Aprendió algo que parece imposible: a reconocer por el brillo del agua en la superficie la profundidad del río y también el curso de las corrientes en los meandros amazónicos. Esa misma sabiduría la desarrolló Víctor Solís, 64 años, un metro cincuenta de estatura y puntero oficial de la embarcación. Puntero es como se denomina a quien guía la dirección que debe seguir la barca para evitar los bancos de arena, las rocas y los troncos que arrastra la corriente, más aún cuando las aguas están bajas como fue el caso del río Morona afectado por la ausencia de lluvias. Pero la presencia de los soldados peruanos tiene otro propósito. Eso de “más lejos imposible” pintado como leyenda también tiene otros significados. Para los soldados peruanos es la última frontera a la que llega el abastecimiento una vez cada cuatro meses, por lo que el viaje de integración propuesto por Ecomorona significó para el comandante la posibilidad de abastecerse de algunos implementos básicos que le hacían falta en su cuartel, y del servicio que los soldados aguardan con ansiedad disimulada con valentía y valor, tal y como Mario Vargas Llosa lo describe en la novela Pantaleón y las visitadoras. El “más lejos imposible” también sirvió para bromear y relajarse en la canoa; pues para el grupo de ecuatorianos presentes la frase no era otra cosa que la resignación peruana, ya que llegar un centímetro más allá de la línea de frontera les resultaría una misión imposible. En el segundo puesto de control militar, en Puño, la situación fue distinta, ya no hubo consigna a bordo y los viajeros abandonaron la barca en busca de espacios para solucionar apremiantes urgencias fisiológicas. La invasión de territorio tomó por sorpresa a los vigías y el comandante ordenó una revisión de la lista de ocupantes de la canoa, ningún civil puede ingresar sin previa autorización a las instalaciones y podría en el grupo haber personal de inteligencia, reclamaba a sus hombres. Las medidas de seguridad obedecen a la proximidad de las operaciones de la compañía petrolera Oxi, que el destacamento militar custodia. Superados los puestos militares peruanos solamente había que seguir el curso del río y lo más rápido posible en una barca de 16 metros de largo por cuatro de ancho e impulsada por un motor de 55 caballos de fuerza. Semejante potencia solo ofrecía un rango máximo de rendimiento de 5 kilómetros por hora. La primera jornada de navegación alcanzó hasta el caserío Nueva Alegría, una comunidad de la etnia shuar en la que fue posible pasar la noche bajo carpas o cobijados en la plataforma de una choza con techo de paja. El río ofreció en el lugar dos más de sus bondades: buena pesca de pirañas y la oportunidad de un refrescante baño antes de que obscurezca. El capitán tenía muchas esperanzas de completar al día siguiente el resto de la ruta hasta la desembocadura del Morona en el Marañón. Insistía en partir temprano por la mañana y en una jornada, de 12 horas, arribar a Puerto América. Los soldados peruanos, conocedores del trayecto, aseguraban que el viaje toma al menos tres días. El paso del tiempo les daría la razón. El segundo día inició muy temprano, a las 5:30 todos despiertos y listos sobre la cubierta del bote. No hay brillo en el agua. El capitán ordena apagar el ruido estridente de un equipo de sonido que emitía por sus parlantes canciones de mal gusto. En el silencio, los sonidos de la selva se hacen perceptibles; casi todos consideran que la decisión fue un acierto. Al fin, el puntero alcanza a distinguir los brillos del agua y el capitán ordena la salida unos minutos antes de las seis de la mañana. La navegación es lenta todavía, el río está tan bajo que se observan los bancos de arena y los troncos de árboles en los canales. La claridad de la mañana descubre a todos los pasajeros de la canoa intentando ocupar el tiempo en alguna actividad: la limpieza, la cocina y juegos de naipes ayudan a distraer la atención. También la conversación. Luis López, un finquero de Puerto Morona, prepara anzuelos para la pesca del día. Su interés en el viaje es la posibilidad de un día ver abierta la frontera y el comercio menor; piensa en su ganado que colocado en los pueblos peruanos obtendría buen precio. Para Maximiliano Moreno, de la Fundación Ecotrakers, que promociona turismo de aventura entre estudiantes extranjeros, es el tercer intento por llegar al Marañón por la ruta que ofrece el río Morona. En el primer intento llegó hasta un puesto de control militar peruano que les negó el paso; en el segundo, un desafortunado accidente en la plataforma de la gabarra le causó serias lesiones que requirieron su retorno inmediato a Quito. Ramiro Ríos, un locuaz líder juvenil de 20 años de edad, sueña con el filme de una historia romántica en los escenarios reales del río Amazonas. Entrada la tarde, todos quieren saber si ya la embarcación ha alcanzado la mitad del camino, en un mapa de la zona aparecen bastante próximas las instalaciones de Petroperú, un destacamento militar que vigila el tramo de oleoducto que atraviesa el río. Ya casi sin luz, la barca se hace a la orilla en Shoroyacocha, una comunidad de la etnia shapra, allí el local de una escuela y la cancha se adecuaron para que los viajeros puedan pasar la noche. La cena fue abundante carne ahumada y chicha de yuca que animó a los viajeros a una distracción con música entonada con guitarra alrededor de una fogata. Por la mañana, una observación de la comunidad y de nuevo a bordo de la canoa aguas abajo en busca del gran Marañón. La marcha es rápida, el nivel del agua se ha recuperado lo suficiente y hay mucha más vida para observar en el río. Bandadas de loros, garzas blancas y uno inquietos pájaros negros saltan en las ramas de los árboles. En el agua varios viajeros afirman haber observado a los delfines rosados de los ríos amazónicos, llamados en la zona bufeos. En una de las playas de arena una danta madre pasea con sus crías; todos hacen comentarios de ternura hasta que se aleja y se pierde en la maleza. Las horas pasan lentas, hay expectativa por llegar al Marañón. El combustible se ha quemado en casi su totalidad, hay necesidad de emplear contrapeso adicional junto al motor para poder avanzar con presteza. La multiplicación de claros en las riberas, de botes con pescadores y barcazas de transporte de pasajeros anuncian la proximidad de Puerto América, un pueblo de colonos ubicado justo en la confluencia del río Morona con el Marañón. El solo anuncio del puntero de esa proximidad pone a todos en alerta. Al fin, en el horizonte se dibuja una bruma y una línea de árboles. Es la junta de los ríos que en el encuentro forman oleajes y remolinos en los cuales se diferencia el color claro del Marañón y algo más oscuro el río Morona. La emoción se desata entre los viajeros: Juan Gutiérrez, productor de televisión, de pronto recuerda y recita la estrofa de una canción aprendida en la escuela. “Marañón río mar; descubierto por nuestra nación; Otra vez tú serás; la avanzada de nuestro Ecuador”. Maximiliano Moreno repite que es el primer grupo de ecuatorianos que llega al sitio con el propósito de establecer un intercambio comercial y turístico. Y el de ejercer el derecho reconocido en el acuerdo de paz de libre navegación del Ecuador por las aguas del río Amazonas. |
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